En la película “Y la banda siguió tocando” en la
que se trata el descubrimiento del virus del HIV y su problemática, los
primeros minutos muestran al protagonista, Don Francis, un epidemiólogo
norteamericano, luchando contra el Ébola. Corría 1976 y era el mismo brote que
investigó Piot. Ya en ese entonces la enfermedad se mostraba con todo su
espanto: hemorragias, muerte y la necesidad de incendiar poblados enteros en el
corazón del África Central. No era el fin de la lucha contra el Ébola, ni el
peor escenario. La dantesca escena de la película subtitula: “la fiebre del
ébola se controló antes de llegar al mundo exterior, no era SIDA, pero sí una
advertencia sobre el porvenir…”
En 1994, cuando el Ébola golpeó en Mekouke, en el noreste de la selva de Gabón, sus
habitantes, una comunidad bakola, lo recibieron como si fuera un viejo
conocido, para este pueblo pigmeo que vivía profundamente integrado con la
exuberante foresta que los rodeaba, era el ezanga.
Para ellos, eso significaba vampiros
o malos espíritus con forma humana que devoran los órganos de las personas que
no comparten sus posesiones con los demás. Y una particular manera de
interpretar el salto entre especies: los ezanga
podían convertir a las personas en gorilas, chimpancés u otros animales. El ébola se transmite desde monos o murciélagos cuando
los humanos comen carne de un animal infectado. El ezanga era el ébola.
Entre 1994 y 1997, hubo tres oleadas de epidemias de ébola en Gabón, en
un principio enmascaradas en epidemias de fiebre amarilla, en varias
poblaciones relacionadas por el río Ivindo y el movimiento de cazadores. Los
investigadores médicos pudieron establecer también algunas relaciones entre el
comienzo de las epidemias y la mortalidad producida entre grandes simios. Una
perspectiva antropológica muestra otras facetas relevantes de la transmisión de
la enfermedad: los ritos funerarios. En estas culturas, si el fallecido es una mujer, su cadáver
debe ser lavado por mujeres, y a la inversa si es hombre. Comprender y
adaptarse a esta tradición es crucial porque en el funeral toda la familia vela
el cuerpo -cuando hay una gran cantidad de virus en su organismo- al que besan
y abrazan antes de enterrarlo. Luego, se realiza un segundo funeral en el lugar
de nacimiento del fallecido, por lo que el riesgo de contagio es alto. Los
equipos de Médicos Sin Fronteras (MSF) tuvieron que adaptarse e integrarse, de
alguna manera a ese proceso: después de desinfectar el cuerpo y colocarlo en un
saco mortuorio (blanco y con cremallera de los pies a la cabeza), se lo presentaba
a la familia, que permanecía a un metro de distancia. "Abríamos el saco
hasta la mitad para que vieran la cara y el torso; porque había rumores de que
hacíamos tráfico de órganos, por eso era importante que las familias vieran el
cadáver durante la preparación, y lo preparábamos con flores alrededor de la
cabeza, y con algunos objetos rituales que nos daba la familia". El lugar
de la sepultura se dejaba a elección de la familia, pero era controlado en todo
momento por expertos, quienes vigilaban que el cadáver permaneciese en la bolsa
o la tumba fuera de al menos dos metros de profundidad y estuviera lejos de
fuentes de agua.
Otra intervención clave de los antropólogos llega con los supervivientes, que cargan con un estigma enorme. Los
equipos de sensibilización trabajan para reducirlo. "Cuando vuelven a
casa se hace una ceremonia pública,
donde se les entrega un certificado de curación porque es muy importante que la
comunidad sepa que ya no pueden contagiar a nadie, ni volver a enfermar".
Desde la primera epidemia registrada en 1976 hasta agosto de 2014 habían
muerto -siempre en África- 2.477 personas a causa del ébola. Esas cifras de
fallecidos están lejos de las de otras enfermedades africanas más devastadoras –en el año 2013 habían muerto 430.000 niños
africanos a causa de la malaria y aproximadamente un millón de personas por causas relacionadas con el sida en el
África subsahariana-, sin embargo, los terribles síntomas del ébola, con hemorragias internas, despiertan el pánico entre la
población.
Quienes han tratado con el ébola aseguran que se trata de dos epidemias
en una: la epidemia de la salud y la epidemia del miedo. En el año 2000, tras
una epidemia de ébola en Uganda, se invitó a un antropólogo en una misión de
contención de la enfermedad, él mismo cuenta que tiraban piedras contra los
equipos de emergencia: no querían ser asociados con la enfermedad y a menudo no
confiaban en los médicos extranjeros al frente de unidades de aislamiento. Estas
escenas se han repetido frecuentemente, como comunidades que derrumbaron
puentes para evitar el acceso a equipos médicos, o los acusaron de expandir la
enfermedad al rociar las casas con cloro. En un caso concreto, el propio
infectado se aisló para evitar contagiar a su familia, que le dejaba la comida
en la puerta de la choza, y rechazó el cuidado médico.
África era, entonces, una grotesca advertencia que casi ignorábamos.
Referencias
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