¿Cuál es la capital de África? La pregunta, en el
bullicio de la ciudad, en una charla de adolescentes, me dejó helada. Pero no
por la ignorancia de los jóvenes, sino por la nuestra. Por esa actitud que los
adultos hemos ido construyendo. La misma que es el origen de mi determinación
de comenzar esta búsqueda documentada de la información que, de alguna manera
la sociedad recopila, consciente o inconscientemente, y por lo tanto considera
relevante, acerca de África.
Al principio, mi intención era exponer ciertos
hechos que habían llegado hasta mí inconexos, y que luego se me habían revelado
altamente relacionados. Pero al profundizar la búsqueda, la trama se evidenció
compleja y estratificada en extremo, lo cual complejizó la idea de contar una
historia, metamorfoseándola en una serie de crónicas que pretenden mostrar, no
la realidad, sino solamente nuestra propia mirada desde un punto de vista más
holístico, de un continente africano que aún no terminamos de comprender.
Este aporte no pretende tener un nivel científico,
pero sí apela a saberes, creencias y aún mitos que circulan en el ciberespacio,
interlineando realidades históricas, indiscutibles, perspectivas personales con
reflexiones, noticias con rumores, en un tejido que es el que va construyendo,
en definitiva, una memoria colectiva.
Africano, decimos cuando vemos a alguien de tez
oscura; o tal vez brasileño, si somos argentinos. Miramos las noticias y hay
una gran controversia porque un “blanco”, un policía “blanco” mató a un joven
“afrodescendiente”. Me pregunto cuántas generaciones podría contar ese joven
hasta llegar a sus ancestros africanos y cuántos genes de “blancos” se habrán
filtrado en su historia. Y viceversa. Ese “blanco”… ¿tendrá un certificado de
que sus genes son impecablemente “blancos”?
Esto me lleva a pensar qué es exactamente ser
blanco en Norteamérica: tener la piel absolutamente blanca, de ésas que no
toleran ni un poco de sol sin enrojecer… ¿solamente sangre anglosajona en las
venas? Los españoles, entonces, no serían blancos; los franceses, tal vez; los
italianos, no; los alemanes, sí; qué decir de ser descendiente o tener unas
gotas de sangre de “pueblo originario”: de esquimales casi de piel amarilla,
pasando por los cherokee, sioux y navajos, por nombrar algunos de los famosos
“pieles rojas”…
Los americanos, desde el Polo Norte al Sur, vivimos
en países que nos decimos democráticos, con legislaciones regidas por el ius
solis –derecho del suelo-, que acepta como ciudadanos a todos los nacidos en el
suelo nacional. Declaramos “… todos los hombres son creados iguales; (…)
dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; (…) la vida, la
libertad y la búsqueda de la felicidad; (…) para garantizar estos derechos se
instituyen entre los hombres los gobiernos…”. Estas palabras del Preámbulo de
la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América, escrito en
1776, han sido el modelo para el resto de las naciones americanas.
Es obvio que no les estuvimos haciendo honor, más
allá de nuestros esfuerzos aboliendo la esclavitud, la encomienda, la mita y el
yanaconazgo... Sin entrar en disquisiciones filosóficas, parece haber en
nuestros genes algo más fuerte que nuestra voluntad de reconocer los derechos
inalienables de nuestros pares.
Y nosotros, instalados en el extremo sur del
planeta, nos escandalizamos cuando escuchamos discriminar entre población
“blanca” e “hispana” y opinamos fervorosamente acerca de los problemas de la
inmigración. Y nos olvidamos de mirarnos en el espejo cuando decimos, ya no
“cabecitas negras”, pero sí indios. Y bajo esa denominación incluimos a kollas,
mapuches, guaraníes, wichis, y otros tantos que ponen sellos especiales no
únicamente al color de la piel sino a la fisonomía de nuestra gente; dejando
que los pueblos originarios sigan marginados ignorando –nosotros, no ellos- que
son los verdaderos dueños de la extensa riqueza de nuestra tierra. Y en las
orillas de nuestras ciudades se apiñan bolivianos, paraguayos, peruanos, y sus
hijos, hijos de nuestro suelo, como si no fueran ciudadanos, o como si pudiera
haber ciudadanos de primera y de segunda.
Y para no quedar atrás, y olvidarnos del por qué es
tan extraordinario encontrarnos con una piel oscura, organizamos un carnaval
para los “afrodescendientes” argentinos, buscando rescatar en una fecha
especial el legado que la cultura africana aporta a nuestro país. Como si
existiese una única cultura africana, que se sumara a ese crisol de razas que
decimos ser...
Un crisol que no logra totalmente su cometido de
recibir las distintas razas, fundirlas y obtener un pueblo argentino, diverso y
único.
Al fin y al cabo, se dice comunidades españolas,
italianas, alemanas, francesas, belgas, y siempre hay una referencia a una
nación situada en un continente que cabe en la palma de África. No decimos
europeos, pero decimos africanos, no sudaneses, congoleños, libios, kenianos,
etíopes…
¿Cómo no preguntar dónde está la capital de África?
Fuentes:
Aunque empecé a gestar esta idea hace tiempo, parece que no pierde vigencia, así que aquí vamos!!!
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